En las muchas hojas
del libro de matemáticas
un Cociente se enamoró
un día dolorosamente
de una Incógnita.
La vio
con su mirada innumerable
y la vio desde el ápice a la base:
Una figura
impar;
ojos de robot, boca de trapecio,
cuerpo rectangular, senos
esferoides.
Hizo de la suya una vida
paralela a la de ella,
hasta que se
encontraron
en el infinito.
¿Quién eres tú?
- indagó ella
con
ansia radical.
-
Pero puedes llamarme hipotenusa -.
Y de hablar
descubrieron que eran
(lo que en aritmética corresponde a las almas
hermanas)
primos entre sí.
Y así se amaron
al cuadrado de la velocidad
de la luz,
en una sexta potencia trazando , al sabor del momento
y de la
pasión,
rectas, curvas, círculos y líneas sinoidales
en los jardines
de la cuarta dimensión.
Escandalizaron a los ortodoxos de las formas
euclidianas
y a los exegetas del Universo infinito.
Rompieron
convenciones newtonianas y pitagóricas.
Y
al fin resolvieron casarse,
constituir un hogar,
más que un hogar, una perpendicular.
Invitaron
como padrinos
al Polígono y a la Bisectriz.
E hicieron planos y ecuaciones y diagramas
para el futuro
soñando con una felicidad
integral y diferencial.
Y se
casaron y tuvieron una secante y tres conos
muy graciosillos
Y fueron
felices
hasta aquel día
en que todo se vuelve al fin
monotonía.
Fue
entonces cuando surgió
El Máximo Común Divisor.
Ofreciole, a ella,
una grandeza absoluta
y la redujo a un denominador común.
Él,
Cociente, percibió
que con ella no formaba un todo,
una unidad.
Era un
triángulo, llamado amoroso.
De ese problema él era una fracción
la
más ordinaria,
pero fue entonces cuando Einstein descubrió la
Relatividad
y
todo lo que era espurio pasó a ser
moralidad
como en
cualquier sociedad.
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